jueves, 13 de agosto de 2009
EN SUS 83 AÑOS, FELICES REVOLUCIONES COMANDANTE
Cuba duele de manera especial a los imperialistas. ¿Qué es lo que se esconde tras el odio yanqui a la Revolución Cubana? ¿Qué explica racionalmente la conjura que reúne en el mismo propósito agresivo a la potencia imperialista más rica y poderosa del mundo contemporáneo y a las oligarquías de todo un continente, que juntos suponen representar una población de trescientos cincuenta millones de seres humanos, contra un pequeño pueblo de sólo siete millones de habitantes, económicamente subdesarrollado, sin recursos financieros ni militares para amenazar ni la seguridad ni la economía de ningún país?
Los une y los concita el miedo. Lo explica el miedo. No el miedo a la Revolución Cubana; el miedo a la revolución latinoamericana. No el miedo a los obreros, campesinos, estudiantes, intelectuales y sectores progresistas de las capas medias que han tomado revolucionariamente el poder en Cuba; sino el miedo a que los obreros, campesinos, estudiantes, intelectuales y sectores progresistas de las capas medias tomen revolucionariamente el poder en los pueblos oprimidos, hambrientos y explotados por los monopolios yanquis y la oligarquía reaccionaria de América; el miedo a que los pueblos saqueados del continente arrebaten las armas a sus opresores y se declaren, como Cuba, pueblos libres de América.
Aplastando la Revolución Cubana creen disipar el miedo que los atormenta, y el fantasma de la revolución que los amenaza. Liquidando a la Revolución Cubana, creen liquidar el espíritu revolucionario de los pueblos. Pretenden en su delirio que Cuba es exportadora de revoluciones. En sus mentes de negociantes y usureros insomnes cabe la idea de que las revoluciones se pueden comprar o vender, alquilar o prestar, exportar o importar como una mercancía más.
Ignorantes de las leyes objetivas que rigen el desarrollo de las sociedades humanas, creen que sus regímenes monopolistas, capitalistas y semifeudales son eternos. Educados en su propia ideología reaccionaria, mezcla de superstición, ignorancia, subjetivismo, pragmatismo y otras aberraciones del pensamiento, tienen una imagen del mundo y de la marcha de la historia acomodada a sus intereses de clases explotadoras. Suponen que las revoluciones nacen o mueren en el cerebro de los individuos o por efecto de las leyes divinas y que además los dioses están de su parte. Siempre han creído lo mismo, desde los devotos paganos patricios en la Roma esclavista, que lanzaban a los cristianos primitivos a los leones del circo y los inquisidores en la Edad Media que, como guardianes del feudalismo y la monarquía absoluta, inmolaban en la hoguera a los primeros representantes del pensamiento liberal de la naciente burguesía, hasta los obispos que hoy, en defensa del régimen burgués y monopolista, anatematizan las revoluciones proletarias. Todas las clases reaccionarias en todas las épocas históricas, cuando el antagonismo entre explotadores y explotados llega a su máxima tensión, presagiando el advenimiento de un nuevo régimen social, han acudido a las peores armas de la represión y la calumnia contra sus adversarios. Acusados de incendiar a Roma y de sacrificar niños en sus altares, los cristianos primitivos fueron llevados al martirio. Acusados de herejes, fueron llevados por los inquisidores a la hoguera filósofos como Giordano Bruno, reformadores como Hus y miles de inconformes más con el orden feudal. Sobre los luchadores proletarios se ensaña hoy la persecución y el crimen precedidos de las peores calumnias en la prensa monopolista y burguesa. Siempre en cada época histórica, las clases dominantes han asesinado invocando su sociedad de minorías privilegiadas sobre mayorías explotadas la defensa de la sociedad, del orden, de la Patria: «su orden clasista», que mantienen a sangre y fuego sobre los desposeídos, «la patria» que disfrutan ellos solos, privando de ese disfrute al resto del pueblo, para reprimir a los revolucionarios que aspiran a una sociedad nueva, un orden justo, una Patria verdadera para todos.
Pero el desarrollo de la historia, la marcha ascendente de la humanidad no se detiene ni puede detenerse. Las fuerzas que impulsan a los pueblos, que son los verdaderos constructores de la historia, determinadas por las condiciones materiales de su existencia y la aspiración a metas superiores de bienestar y libertad, que surgen cuando el progreso del hombre en el campo de la ciencia, de la técnica y de la cultura lo hacen posible, son superiores a la voluntad y al terror que desatan las oligarquías dominantes.
Las condiciones subjetivas de cada país, es decir, el factor conciencia, organización, dirección, puede acelerar o retrasar la revolución según su mayor o menor grado de desarrollo, pero tarde o temprano en cada época histórica, cuando las condiciones objetivas maduran, la conciencia se adquiere, la organización se logra, la dirección surge y la revolución se produce.
Que ésta tenga lugar por cauces pacíficos o nazca al mundo después de un parto doloroso, no depende de las fuerzas reaccionarias de la vieja sociedad, que se resisten a dejar nacer la sociedad nueva, que es engendrada por las contradicciones que lleva en su seno la vieja sociedad. La revolución es en la historia como el médico que asiste al nacimiento de una nueva vida. No usa sin necesidad los aparatos de fuerza, pero los usa sin vacilaciones cada vez que sea necesario para ayudar al parto. Parto que trae a las masas esclavizadas y explotadas la esperanza de una vida mejor.
En muchos países de América Latina la revolución es hoy inevitable. Ese hecho no lo determina la voluntad de nadie. Está determinado por las espantosas condiciones de explotación en que vive el hombre americano, el desarrollo de la conciencia revolucionaria de las masas, la crisis mundial del imperialismo y el movimiento universal de lucha de los pueblos subyugados.
La inquietud que hoy se registra es síntoma inequívoco de rebelión. Se agitan las entrañas de un continente que ha sido testigo de cuatro siglos de explotación esclava y feudal del hombre desde sus moradores aborígenes y los esclavos traídos de África, hasta los núcleos nacionales que surgieron después: blancos, negros, mulatos, mestizos e indios que hoy hermanan el desprecio, la humillación y el yugo yanqui, como hermana la esperanza de un mañana mejor.
(Fragmento de la segunda declaración de La Habana)
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